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Foto del escritorJorge García García

Potencia mundial sin visibilidad


Si el deporte es beneficioso para la sociedad por las múltiples ventajas físicas y emocionales que su práctica implica —véase la estimulación de la inteligencia, la disciplina, el dominio de las emociones negativas, la actitud para comunicar emociones positivas; en definitiva, el autocontrol para poner en practica numerosos y nobles valores—, imagínense las virtudes que le competen al deporte adaptado, al deporte inclusivo y al deporte paralímpico.

Estos colectivos, además de obtener los réditos de autosuperación y mejora que reporta el deporte tras su praxis, se lucran de la participación en la comunidad, un aspecto mucho más importante, ya que su incorporación a las distintas entidades que lo fomentan —en Salamanca tenemos a la venerable fundación AVIVA— les ayuda a cooperar, a trabajar en equipo, a ser solidarios, a no ser excluidos, a ser dignos y a servir como ejemplo de superación. En conclusión, les permite ser iguales dentro de la sociedad; luchando por los mismos derechos para cultivar las relaciones humanas. Incluso por más.

Y digo esto porque su esfuerzo, para practicar deporte, es mucho mayor. Estos colectivos no solo deben vencer a su rival en la cancha, sino que también tienen que doblegar sus múltiples limitaciones. En algunos casos intelectuales o cerebrales; y en otros auditivas, visuales o físicas.

Estarán de acuerdo conmigo en afirmar que si el deporte, en cualquiera de sus disciplinas, es difícil de dominar, lo es más aún en el caso del deporte adaptado. Se han parado a pensar lo fatigoso que es nadar sin un brazo o una pierna, lo complicado que es lanzar a canasta desde una silla de ruedas después de haberse desplazado treinta metros a esprint, lo arduo que es correr una media maratón siendo ciego o lo confuso que debe ser plantear una competición para alguien que, por su alta discapacidad intelectual, no puede desarrollar una táctica de carrera en su cerebro. Como esos, hay cientos —o miles— de ejemplos en esta rama tan olvidada del deporte. Una rama que solo es visibilizada en los medios de comunicación cada cuatro años, cuando es hora de recoger los premios, en forma de medallas paralímpicas, que durante largos periodos de tiempo se han cosechado.

España es una potencia mundial —la décima— en deporte adaptado y paralímpico, y lo es porque  detrás de estos colosos hay un gran esfuerzo por parte de los colectivos que fomentan la inclusión de personas con distintos tipos de discapacidades. Gente, en su mayoría voluntaria, que aporta sus conocimientos y su servidumbre para que los deportistas puedan llegar a conseguir la gloria olímpica. No todos la logran, como es normal, pero el hecho de intentarlo, de luchar por ello, de sentir ilusión, los convierte en verdaderos e imparables titanes.

A lo largo de la historia, España ha conseguido 661 medallas paralímpicas —619 en verano y 42 en invierno—, de las cuales 214 han sido de oro. Una cifra impensable hace varias décadas, pues hay que recordar que el Comité Paralímpico Español se creó en 1995 y durante los primeros Juegos —Roma y Tokio— no hubo participación española por carecer de estructura federativa.

Esas medallas, y los valores que hay detrás de ellas por la complejidad de cada uno de sus acreedores, han sido logradas por deportistas de un valor tan descomunal como poco visibilizado. Genios de la talla de José Manuel Ruiz, tenista de mesa que nació sin parte del brazo derecho y que lleva seis participaciones y cuatro preseas paralímpicas; Astrid Fina, deportista de snowboard a la que le amputaron el pie derecho; ​David Casinos, el mejor lanzador de la historia en la categoría de ceguera tras obtener, con la ayuda de su entrenadora, cuatro oros paralímpicos en lanzamiento de peso y disco; Gema Hassen-Bey, pionera de la esgrima española y múltiple medallista de este deporte tras cinco participaciones en Juegos Paralímpicos; Sarai Gascón, nadadora y triple medallista paralímpica; Alberto Suárez,récordman mundial de maratón con discapacidad visual; Álvaro Valera, mejor tenista de mesa con discapacidad; Mónica Merenciano, Carmen Herrera y Marta Arce, el legendario equipo femenino español de judo; la triatleta Susana Rodríguez; o los salmantinos Enrique Sánchez Guijo —cuatro oros paralímpicos en atletismo— y Alejandro Sánchez Palomero —subcampeón mundial de triatlón y bronce olímpico en natación—.

Todos ellos siguiendo la estela de la deportista más grande que ha dado el deporte español; la nadadora aragonesa Teresa Perales, cuyas preseas alcanzan la cifra de 26 metales paralímpicos —7 oros, 9 platas y 10 bronces—, 20 mundiales y 37 continentales. Medallas obtenidas, a pesar de perder la movilidad de las piernas, durante los últimos veinte años. Una cifra que la ha llevado a igual el récord de Michael Phelps y a obtener la Gran Cruz de la Real Orden al Mérito Deportivo y el premio MARCA Leyenda, convirtiéndose así en la primera deportista paralímpica en poseer dicho galardón. Un reconocimiento que la equipara a otros mitos del deporte, como Usain Bolt o Rafa Nadal.

Por eso, después de escribir este artículo, siento que es un buen momento para los deportistas y el deporte adaptado. Y no lo digo solo por los títulos, sino porque esta misma semana se han dado dos acontecimientos históricos para el desarrollo y la normalización de este colectivo. El primero, el viernes pasado, con la presentación de la película “Campeones”, un film de Javier Fesser sobre las vicisitudes de un equipo de baloncesto de discapacitados intelectuales. La segunda, un día después, cuando la tinerfeña Michelle Alonso, tras conseguir varios oros paralímpicos y récords mundiales, se convirtió en la primera nadadora con discapacidad en competir durante unos campeonatos de España no adaptados, compartiendo vaso en la especialidad de braza con la laureada Jessica Vall.

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