top of page
Buscar
  • Foto del escritorJorge García García

Halterófilos: de las penurias al profesionalismo


Para disfrutar este artículo, se recomienda seguir el link y verlo en PDF.



Hace casi un siglo, cuando la sociedad se adaptaba a un nuevo sistema de gobierno y las mujeres comenzaban a conquistar el espacio público, un deporte clásico —practicado por egipcios, griegos y romanos— caló en la más antigua e importante de las sociedades deportivas españolas.

En 1933, apenas un par de meses después de que la Federación Internacional de Halterofilia estableciera los tres movimientos permitidos en una competición de levantamiento de pesas —arrancada, dos tiempos y fuerza, todos ellos con la posibilidad de hacerlo a una o a dos manos—, la Sociedad Gimnástica Española invitó a sus socios a batir los primeros récords nacionales.

En esa época el levantamiento en España no dependía de ningún organismo, así que ”la veterana”, con sus eficientes técnicos —Heliodoro Ruiz, Miguel Guevara, Paulino Martínez Cajen, César Tejedor y Antonio Paso—, entrenó a los hombres más fuertes del club para hacer coincidir esos registros con el 46º aniversario de la Sociedad. Ese día, un frío día de marzo, apareció por allí el atleta y luchador cántabro Ernesto Lejeume de la Hoz, de los pesos medios, quien no solo obtuvo el récord nacional, sino que se convirtió, con 74 kilogramos, en el nuevo recórdman mundial en la prueba de fuerza. Lo hizo tras levantar 48 kilogramos con el brazo derecho y 47 con el izquierdo, superando de una tacada a dos deportistas franceses. Con tan solo veintidós años, y una constitución inmejorable para la halterofilia —alejada del tórax hipertrofiado y los miembros inferiores desarrollos de manera ridícula—, Lejeume se convirtió en una leyenda del levantamiento español durante aquellos años iniciales.

Aquel día de marzo también estuvo el atleta santanderino Enrique Campos, de veintiocho años y 72 kilogramos de peso, quien batió el récord nacional de arrancada con brazo derecho elevando los discos hasta los 64,5 kilogramos. Dos meses después lo volvió a superar, elevándolo cuatro kilos más. Y aunque también intentó el récord de arrancada en la categoría de los semipesados, no lo pudo conseguir. Este siguió, por mucho tiempo, en manos de José María Gancedo, el iniciador de la halterofilia en España y en la Sociedad Gimnástica. Un récord que había logrado el 10 de diciembre de 1923, en tiempos de Alfonso XIII, y que se mantuvo hasta que otro titán logró superar sus 65,5 kilogramos.

Con el devenir de los años, el deporte pesístico siguió creciendo con pocos medios y mucha pasión —como siempre—. Y en 1935 Lejeume de la Hoz volvió a la carga para batir un nuevo récord mundial, el tercero de su carrera, durante una velada de boxeo en el Circo de Price. En esta ocasión lo hizo con pesas separadas —a dos brazos—, estableciendo una nueva plusmarca con 91,5 kilogramos. Un levantamiento que volvió a repetir una semana después, esta vez con jueces homologados, en las instalaciones de la propia Sociedad Gimnástica.

Lejeume, que utilizaba el levantamiento de pesas para entrenar su verdadera profesión, la lucha libre americana, también obtuvo el récord nacional de arrancada a dos brazos, con 110 kilogramos. Ese día estuvo secundado por sus compañeros José Rodríguez, José Ortega y Manuel López; y pronto recibió su recompensa mediática con un gran reportaje en el semanario deportivo AS.

En el artículo se anotaba que Ernesto, aventurero deportista y trapecista con ejercicios de fuerza incorporados, había dejado el circo y el levantamiento amateur para convertirse en profesional de la lucha libre. Según él, la halterofilia dejó de despertarle interés cuando comprobó que no tenía rivales con los que luchar. Había comenzado con catorce años y mejoró en París con el hombre más fuerte del mundo.

Un titán, y una historia, que se perdió con la llegada de la Guerra Civil. Lamentablemente, como muchas otras. Tras el conflicto bélico español, con Lejeume fuera de la competición y con la mayoría de instalaciones derruidas o en precarias condiciones, el deporte pesístico quedó relegado a un segundo plano durante los años cuarenta y cincuenta. Por suerte, todavía quedaba un español que daría mucha guerra más allá de nuestras fronteras: Fidel Ferrero, un emigrado leonés —de Puente Almuhey— que se hizo cambiar su nombre al llegar a Burdeos por el de Juan Ferrero.

Ferrero, nacido en 1918, tenía todo para haber triunfado en España durante los años cuarenta. Pero ser hijo de soldado republicano le obligó a desarrollar su carrera en Francia. Allí, en el país vecino, entrenó el atletismo —donde llegó a correr cien metros en once segundos— y la gimnasia deportiva, de la que obtuvo su increíble musculatura tras destacar en la cuerda y en todos los aparatos.

Fruto de ese interés deportivo comenzó a ver en el culturismo la clave para el perfeccionamiento de su cuerpo. Y pronto se animó a moldear su físico gracias al levantamiento de pesas, un deporte que solo podía mejorarse con salud, alimentación sana y práctica continuada.

De hecho, gracias a la halterofilia, participó en el concurso que elegía al mejor atleta de Europa. Hasta allí acudió con el récord mundial en peso muerto, habiendo levantado la cantidad de 190 kilogramos con un solo brazo. En esa prueba obtuvo un merecido bronce tras levantar 100 kilogramos en arrancada, 125 en dos tiempos, 200 kilos en sentadilla y 245 en peso muerto con dos manos.

El leonés, cuando descubrió los secretos del histórico deporte, montó un gimnasio y lo vinculó con la escuela de baile que regentaba su mujer. Lo que le permitió mejorar su estilo para logar, en 1952, el título profesional de Míster Universo —evento culturista que hoy sigue disputándose—.

Cuando eso sucedió, en España seguía practicándose la halterofilia como medio de entrenamiento para otras modalidades: principalmente para la lucha y el atletismo. Ninguna federación tenía responsabilidad para el levantamiento de pesas, hasta que en 1951 la Delegación Nacional de Deportes decidió integrarlo, como Confederación, en la de Gimnasia. Algo insólito, pues cada una de ellas era independiente y tenía Federación Internacional distinta. Sería en ese año, en octubre, cuando se confeccionara el primer Reglamento Técnico; que no fue otra cosa que la traducción del utilizado en las gloriosas Olimpiadas de Londres 1948.

Ese escrito normativo fue aprobado por el Comité Español para que los atletas aprendieran las técnicas modernas y para permitir las primeras competiciones nacionales. Campeonatos que se disputaron, tras varios regionales, en 1952, en Valencia, para encumbrar a Enrique Gómez de Salazar —56 Kg.—, a Luis Ortiz de la Torre —75 Kg.— y al también gimnasta Antonio Soria —90 Kg.— que llegó a competir con el propio Joaquín Blume en esta última modalidad. Como anécdota de ese primer campeonato de España, hay que citar que la clasificación final se estableció tras la suma de los tres movimientos de la época: arrancada, dos tiempos y fuerza —el llamado press militar—, todos ellos a dos manos.

Entre 1953 y 1957, durante los siguientes campeonatos nacionales, los levantadores castellanos del Real Madrid —Gómez de Salazar, Ortiz, Soria, Molina y de la Quadra Salcedo— volvieron a demostrar que eran los mejores en el levantamiento de pesas. Lo hicieron durante un lustro, hasta que se fomentó la halterofilia en el resto de provincias. A partir de ese momento, catalanes, vascos, levantinos, asturianos y andaluces comenzaron a hacerles sombra.

Aunque los castellanos siguieron ganando a nivel de clubes, pues durante los cinco primeros campeonatos de sociedades, entre 1957 y 1961, los levantadores del Real Madrid pasaron por encima de otras entidades como el Sindicato Universitario Español, el madrileño Gimnasio Juventud, la Agrupación Deportiva Altis, el Centro Gimnástico Barcelonés, el Gimnasio York, el Nuevo Club Deportivo Bilbao, el Club Natación Sevilla, el Botánico de Salamanca —en honor al jardín que dio vida al gimnasio universitario— o el mítico Polideportivo Bierzo —con levantadores de Ponferrada, Cacabelos y Camponaraya—.

Fue en pequeñas localidades castellanas como estas, con gimnasios precarios y sin referencias previas, donde surgió un amor incondicional por el levantamiento de pesas: con dosis de pasión por la halterofilia. Nombres como los de Antonio Canedo —alcalde de Camponaraya que levantó el actual pabellón—, José Luis Sáez —que promocionó la halterofilia haciendo pesas con latas vacías rellenas de cemento—, Isaac Álvarez —actual director del Centro de Tecnificación de Castilla y León— o Constantino Iglesias —actual presidente de la Federación Española— se forjaron a fuego en aquellos difíciles años para el deporte de las pesas.

Por suerte, la historia les ha devuelto el sacrificio en forma de reconocimiento. En la actualidad, la Escuela de Camponaraya dispone de uno de los mejores gimnasio de halterofilia del país. De hecho, el municipio ha sido designado en 2018 como sede de la primera copa de España de categorías inferiores. Y es que, según Constantino Iglesias, la halterofilia va unida a esta localidad, pues forma parte de la historia de este deporte.

Hoy la sigue gestionando Isaac Álvarez, el mismo que hace más de veinte años atrapó a María José Tocino —a la que convirtió en campeona de Europa infantil— y a Lydia Valentín —a quien reclutó tras ver su potencial y su ambición, y a quien proclamó campeona de España en su primera competición—.

Precisamente en esos años precarios en los que se iniciaron de manera autodidacta gente como Constantino e Isaac, comenzaron a celebrarse los primeros cursos nacionales de Jueces. Lo hicieron para homologar los nuevos récords nacionales. Unos registros entre los que destacaba el de los pesos pesados; que en 1957 estaba en posesión de Miguel de la Quadra Salcedo —97 kilogramos— quien levantaba 95 kilogramos en fuerza, 105 en arrancada y 132 en dos tiempos.

En esos años finales de la década de los cincuenta, para encauzar el deporte y crear unos planes de entrenamiento modernos, se creó una Comisión Técnica. Una Comisión, con influencia de las primeras reuniones internacionales, que pretendía eliminar la idea de un deporte basado en la fuerza bruta. Para ello, esta Comisión potenció la técnica gracias a la redacción de un sencillo volumen literario editado por la propia Delegación Nacional de Educación Física y Deportes. Un libro que salió a la venta, por diez pesetas, en 1959. Lo hizo bajo el título “Halterofilia; Levantamiento de pesos”, y estaba escrito por el técnico argentino Domingo Sclocco, el preparador de la Federación Española de Gimnasia y uno de los primeros entrenadores de la halterofilia patria. Decía en su prologo que ninguna especialidad deportiva exigía tanto como esta, pues en ella se necesita una entrega completa del individuo y una aplicación rigurosa de la técnica. Siendo un ejercicio reservado a los más hábiles.

Tras esa publicación, en un momento de máximo apogeo para la halterofilia —con las medallas de José Luis Izquierdo y Gómez de Salazar en los III Juegos Mediterráneos (Beirut, 1959)—, el entonces presidente de la Federación de Gimnasia solicitó la independencia del levantamiento de pesas basándose en que ninguno de los dos deportes guardaba relación. De hecho, el propio Carlos Martínez Salgado alegó que llevaban separados desde la primera olimpiada moderna —en 1896—. La Delegación Nacional, consciente de dicha realidad y conocedor del crecimiento pesístico, no se opuso a la propuesta y preparó dicha independencia con un paso previo, la creación de una vicepresidencia para que la halterofilia, con su propio presupuesto, echara a andar por separado.

A nivel deportivo, de la Quadra Salcedo seguía elevando los récords españoles. 107 kilogramos en arrancada y 145 en dos tiempos. Unos registros que le hubieran permitido competir en la modalidad de halterofilia durante las Olimpiadas de Roma, en 1960. Sin embargo, el bueno de Miguel, el aventurero, decidió renunciar a esta disciplina para centrarse en su participación en la prueba de lanzamiento de disco. Prueba a la que acudió, en una Vespa, junto a su hermano.

Un hecho que permitió a Jesús Rodríguez Lafuente, Enrique Gómez de Salazar, Antonio Moscoso Bilbao y José Luis Izquierdo Talavera convertirse en los primeros españoles en disputar unos Juegos Olímpicos en la disciplina de halterofilia. Una cita que se convertiría en histórica y que no volvería a repetirse hasta 1972.

En los años sesenta, tras los Juegos de Roma, se mantuvieron invencibles Luis Ortiz y Enrique Gómez de Salazar. Este último convertido ya en leyenda tras sus cien kilos de mejora y su medalla de oro en los Juegos del Mediterráneo. Por otro lado, secundando a los pioneros, comenzaron a destacar jóvenes deportistas; como el madrileño Jacinto Molina, un madrileño, de peso ligero, que pasaría a la historia como uno de los artistas más memorables y prolíficos del cine de terror. Bajo el sobrenombre de Paul Naschy, Jacinto actuó en más de cien películas, dirigió catorce filmes y escribió casi cuarenta cintas después de haber logrado el campeonato nacional y tras haber representado a España en los campeonatos europeos y mundiales —6º y 9º puesto respectivamente—.

Llegado este punto, tenemos que recordar que estas nuevas promesas salieron a la luz tras la creación de la Escuela Nacional de Entrenadores.

Institución de la que salieron los primeros técnicos españoles. Lo hicieron justo antes de que se diera el paso definitivo para la desvinculación total del estamento gimnástico. Hecho que se logró en julio de 1966, cuando quedó definida la Federación Española de Halterofilia nombrando como presidente a Juan Francisco Marcos Becerro, un apasionado del deporte y del levantamiento de pesas que no abandonó la dirección hasta convertir la disciplina es una modalidad seria, responsable, fructífera y brillante; llevando el levantamiento a toda España tras organizar exitosamente los campeonatos continentales gracias a su vinculación con la Federación Europea e Internacional.

Una de las localidades a las que llevó Marcos Becerro la halterofilia fue a Salamanca. A la ciudad del Tormes, concretamente al equipo universitario, llegó el levantamiento en el año 1962. Un año más tarde, un joven atleta, de nombre Constantino Iglesias —Costa para los amigos—, se dejo embaucar por las pesas y se unió al club del Botánico a pesar de las carencias existentes de material. Con su ayuda, el equipo se clasificó para la final del campeonato de España de clubes de 1964, algo que se repetiría con idéntico éxito durante más de una década. Ejemplo que siguió después Costa, cuando se hizo cargo del equipo universitario como entrenador.

Corría el año 1968 cuando se produjo otro de los hechos destacados de la halterofilia española. Con 25 años, recién licenciada, Celsa Álvarez comenzó a trabajar como auxiliar administrativo en la Federación. Una mujer que por entonces sabía inglés y traducía los estatutos que llegaban de la Federación Internacional. Una mujer que, con el tiempo, se convertiría en un personaje clave para el desarrollo de la categoría femenina, en ese momento totalmente prohibida a lo largo del planeta.

A nivel deportivo, aquellos difíciles años encumbraron a otro titán de tierras sevillanas. Tras ganar varios campeonatos nacionales, y clasificarse excepcionalmente en los europeos y mundiales, Francisco de Asís Mateos Ángel se ganó su derecho a convertirse en uno de los mejores levantadores de todos los tiempos; pues con el tiempo fue el encargado de volver a llevar a España a unos Juegos Olímpicos, los de Múnich 1972 y Montreal 1976. Citas, ambas, en la que logró un meritorio 14º puesto. Unos registros que consiguió gracias a la preparación de un prestigioso técnico: Antonio Tavares, alma máter de la halterofilia española y seleccionador nacional en aquella década.

Por esos años setenta, aunque seguía siendo minoritaria y amateur, la halterofilia dio un nuevo paso en su evolución. En 1972 se eliminó la disciplina de fuerza, y así, quedando únicamente las modalidades de arrancada y dos tiempos, se disputaron un año más tarde los campeonatos de Europa celebrados en el Palacio de los Deportes de Madrid. Una prueba en la que las mujeres de la oficina de la Federación Española tan solo sirvieron para entregar las medallas. Algo que no soportó la buena de Celsa Álvarez.

En ese momento Celsa se propuso ser juez y así lo hizo. Inicialmente a nivel nacional, y después, a partir del Mundial de 1991, a nivel internacional; logrando ser la primera española en obtenerlo y ganándose el derecho a participar, como árbitro, en todos los Juegos Olímpicos disputados entre Atlanta 1996 y Londres 2012. Unos eventos que tampoco impidieron su presencia en la mayoría de campeonatos europeos y mundiales disputados durante las últimas cuatro décadas.

Fue también en esos años setenta, con el Europeo de Madrid y un encuentro internacional entre España y Francia en Ponferrada, cuando se mejoraron varias de las instalaciones del país. También los medios y el material de entrenamiento. Hasta entonces no existían tiendas para comprar los maillots, el calzado o los discos de caucho. Hasta entonces, hasta la llegada de dinero para esas competiciones, los atletas debían competir con botas apañadas por zapateros, con barras de pésima calidad o con ropa de segunda mano comprada a deportistas extranjeros tras las pruebas internacionales.

Entre los gimnasios, se mejoró la sede del Polideportivo Bierzo; lo que permitió al conjunto leonés mejorar y quedar subcampeón nacional en los años 1975 y 1976. Unos años en los que el conjunto berciano contaba con el peso pesado José Antonio Orallo —campeón de España e internacional, que dejó la disciplina tras el boicot de 1980—, el peso medio Pedro Muñoz, así como Martínez Cela, Mariano Cachón y el omnipresente Matías Fernández.

Matías Fernández, originario de Quilos, una pedanía de la leonesa localidad de Cacabelos, había iniciado su andadura en las pesas durante 1972. Y con una progresión sorprendente, batiendo todos los récords de España y ocupando un puesto en el Centro de Alto Rendimiento de Madrid, se había hecho con el número uno del ranking español tras lograr el título de campeón nacional de la categoría de menos de 67 kilogramos.

Por eso mismo, cuando corrían los primeros meses de 1980, la Federación Española eligió a Matías Fernández, el actual seleccionador nacional, como único representante de nuestro país para participar en los Juegos de Moscú.

Matías, que acababa de regresar de la primera Copa del Mundo —una cita en la que habían participado los diez mejores levantadores del planeta—, era el mejor en ese momento. Pero no pudo acudir a Moscú porque la Federación Española, con su presidente al frente, secundó el boicot propuesto por los Estados Unidos para que ningún país acudiera a la cita olímpica comunista.

En esa edición, el Comité Olímpico Español dio libertad a su respectivas federaciones para que tomaran una decisión al respecto. Algunas decidieron participar bajo la neutral bandera olímpica —156 deportistas—, y otras, como la de Halterofilia, renunciaron a participar en la Unión Soviética.

Sin embargo, ese boicot promovido por los Estados Unidos en pleno final de la Guerra Fría para castigar la invasión soviética en Afganistán coincidió en el tiempo con el mayor de los aciertos para la mejora de la halterofilia mundial.

En 1981, tras una intensa lucha a nivel mundial, los norteamericanos celebraron el primer campeonato nacional en categoría femenina. Una prueba que no tuvo reconocimiento federativo, pero que sirvió para que el planeta conociera que las mujeres querían formar parte de este deporte. Evidencia que tuvo que legalizar la Federación Internacional en 1983, cuando creó las primeras normas y las primeras categorías en el ámbito femenino. Aprobación que se hizo legal un año después, cuando se celebró el Congreso Internacional que fijó por primera vez la disputa de un Campeonato del Mundo para mujeres en 1987 —Daytona Beach—.

Aunque antes de eso, en 1986, Hungría había acogido un torneo amistoso en el que participaron mujeres de más de veinte países, entre ellos España. Campeonato que sirvió para foguear a las autenticas pioneras de la halterofilia española. Un equipo que estaba formado por María Ángeles Suárez —44 kilogramos—, Amalia Rodríguez —56 kg—, María Dolores Martínez Cuetos —67 kg— y Sandra Gómez Torres —48 kg—, quien posteriormente, con su bronce, consiguió para España la primera medalla en un mundial absoluto. Gómez Torres lograría otros tres bronces y dos platas mundiales, algo que también obtendría Martínez Cuetos en 1992. Por desgracia, toda ellas olvidadas a día de hoy.

Corriendo el tiempo, el equipo femenino siguió sumando títulos en competiciones continentales durante los años noventa. En esa década continuaron destacando María Ángeles Suárez Ventaja —medallista europea en 1990—, Sandra Gómez Torres —medallista europea en 1990 y 1991—, Monserrat Rodríguez —medallista europea en 1991—, María Dolores Martínez —medallista europea en 1990 y 1992—, Blanca Fernández García —medallista europea en 1992, 1993 y 1995—, Antonia Ríos Roja —medallista europea en 1989—, Pilar Cortés —medallista europea en 1993— o María Dolores Sotoca, que terminaba elegante cada intento, siempre con una sonrisa y la barra encima de la cabeza. A Sotoca, tras trece preseas continentales, le relevaron Mónica Carrió —bronce y plata mundial en 1997 y 1998—, Gema Peris Revert —campeona del Mundo júnior, campeona de Europa absoluta en 2001 y bronce mundialista—, Josefa Pérez Carmona, Lourdes Gorostegui y Estefanía Juan —triple campeona de Europa—, mujeres de primer nivel que consolidaron a España como una potencia europea en la halterofilia.

Allí también estuvo Celsa Álvarez, que además de ser juez internacional, formó parte de diversos Comités —el Técnico de la IWF, el de la Comisión de Mujeres de la IWF (que presidió) y el de Apelación del Dopaje—. En todo ellos apoyó a los deportistas españoles, tanto hombres como mujeres.

Por su parte, el equipo masculino siguió su crecimiento deportivo y acudió a las citas de Los Ángeles y Seúl. Aunque no logró llegar a los niveles esperados en ambas competiciones, consiguió dos diplomas olímpicos: los de Dionisio Muñoz Berrio —1984—, y Joaquín Valle Montero —1988—. Resultados que continuaron José Luis Martínez Ocaña, con su doble bronce en el europeo de Atenas 1989, y José Andrés Ibáñez, con un nuevo diploma olímpico en los Juegos de Barcelona 1992.

Sin embargo, llegó el ciclo olímpico de 1996. Y Atlanta devolvió a la halterofilia española a la cruda realidad. En esa cita solo participó el recientemente desaparecido Lorenzo Carrió Esteban, y no llegó a repetir la gesta finalista de los Juegos anteriores ni su bronce mundialista del año siguiente.

Por suerte para la delegación española, el Comité Olímpico Internacional aprobó en esa cita la participación de las mujeres en los siguientes Juegos, los de Sídney 2000. Lo hizo tras reajustar nuevamente las categorías.

España, con entrenadores de la talla del antiguo campeón Matías Fernández, se puso manos a la obra y logró clasificar a Mónica Carrió Esteban y a Josefa Pérez Carmona para la cita australiana. Carmona, tras lograr el séptimo puesto, consiguió después de muchas horas de dedicación el primer diploma olímpico para una halterófila española. Todo un éxito para el levantamiento español, sobre todo tras el declive —económico y participativo— que había ido sufriendo la disciplina desde 1979, desde la marcha de Marcos Becerro.

El inicio del siglo XXI también trajo un cambio que significaría el principio del verdadero despegue español. Además de la participación femenina en los Juegos Olímpicos, Emilio Estarlik, con la inestimable ayuda de Mariano Lucas —eterno Secretario General—, se hizo cargo de la Federación Española y la recuperó tras una etapa anterior bastante agitada y ruinosa —incluidas deudas millonarias—.

Por fortuna, gracias a diversos avales personales, trabajo diario y gestión responsable, el estamento no explotó y se recuperó de la quiebra. En la etapa de Estarlik se instauró de nuevo el espíritu pasional de décadas anteriores. Fueron años en los que comenzaron las famosas becas ADO, ayudas que posibilitaron profesionalizar a unos pocos halterófilos. En el caso masculino permitieron la medalla de europea de bronce para José Casado. Y en el femenino conllevaron que Gema Peris se clasificara duodécima en Atenas 2004, que se lograran nuevas medallas europeas por parte de Josefa Carmona, María José Tocino, Rebeca Sires o Raquel Alonso, y que Lydia Valentín pudiera cambiar su Camponaraya natal para recalar en el Centro de Alto de Rendimiento de Madrid, siguiendo los pasos de su paisano Matías Fernández.

Los éxitos, a cuentagotas y sin mucho ruido mediático, siguieron llegando. De ahí que en 2007, durante el europeo de Estrasburgo, se lograra uno de los mayores pasos para el posterior desarrollo de la halterofilia española. En Francia se revalidaron las medallas de oro de Estefanía Juan —incluyendo sus nuevos récords nacionales—, se consiguieron las primeras preseas para Lydia Valentín —bronce en total olímpico gracias a sus registros de 115 en arrancada y 132 en dos tiempos— y se lograron los grandes resultados que necesitaba el equipo entrenado por Manolo Galván y Matías Fernández para creerse una potencia mundial. Unos resultados que fueron secundados en el Europeo Junior, donde María de la Puente, logró tres oros continentales. Algo que repitió y mejoró tiempo después la levantadora de Ponferrada, cuando obtuvo un bronce en el mundial junior y lo secundó en el siguiente europeo absoluto. Una lástima que María, la gran esperanza, abandonara el levantamiento tras un desencuentro con el seleccionador nacional.

Un año más tarde, con la confianza de saberse importante en el equipo nacional, su paisana Lydia Valentín se convirtió en la primera opción de medalla para la halterofilia española gracias a la profesionalización que le otorgó la beca ADO. Se había ganado a pulso su clasificación después de lograr varias medallas de plata y bronce en los europeos de Lignano —donde batió el récord nacional de 75 kilogramos—. Un registro que también repitió en Pekín y que le permitió obtener el quinto puesto en los Juegos Olímpicos. Ranking que con el tiempo, tras comprobarse varios dopajes, le posibilitó recibir la primera medalla para la halterofilia española; una presea de plata que el levantamiento español llevaba años soñando y que abrió el camino de sus siguientes títulos —oro y bronce olímpico, triple oro mundial, póquer dorado europeo y un sinfín de podios nacionales e internacionales—.

En ese mismo año de 2008, tras agotarse el ciclo olímpico de Manuel Galván Flores —incluidas varias desavenencias con Gema Peris y otros levantadores—, otro guerrero de los paupérrimos años sesenta fue nombrado seleccionador nacional.

Matías Fernández, tras haber ocupado el cargo de segundo entrenador, dio un paso más en su dilatada carrera para detentar un cargo que hoy, una década después, sigue realizando con el mismo celo. Un trabajo que le ha permitido, con nuevos métodos, convertirse en el técnico más exitoso del levantamiento español; habiendo logrado decenas de medallas en campeonatos europeos, mundiales y olímpicos, tanto a nivel masculino —con Josué Brachi, Andrés Mata, David Sánchez y Alberto Fernández— como femenino —con Lydia Valentín, Atenery Hernández e Irene Martínez—. De hecho, sus enormes conocimientos en planificación y técnica le han permitido ser un referente mundial de la especialidad. En la actualidad, sus entrenamientos y métodos son reclamados en numerosos países.

Pero no solo él, también otros técnicos y federativos españoles han sido llamados desde diversas partes del mundo; puesto que los técnicos de toda España, con su profesionalidad, han dado un paso adelante. Un paso cualitativo, propio del siglo XXI, con formación y estudios minuciosos —como las obras del antiguo seleccionador Juan José González Badillo— que han permitido mejoras impensables hace un par de décadas. Gente como el antiguo levantador Javier Flores, actual secretario de la Escuela Nacional de Entrenadores, acaba de doctorarse en la Universidad de Salamanca gracias a su tesis “Determinación de la carga óptima para el desarrollo de la potencia máxima en ejercicios de halterofilia”. Hecho que nos lleva a pensar que las medallas y los triunfos españoles de los últimos años no han llegado por pura casualidad, o por falta de atletas dopados, sino por la profesionalización de la halterofilia patria en todos los campos. Especialmente en cuanto a deportistas y entrenadores, pues es bien sabido que los técnicos son la pieza más importante en esta disciplina. Sobre todo cuando enseñan técnica, ya que el levantamiento de pesas es como tocar el piano: hay que ensayar millones de veces para lograr el ejercicio de forma adecuada.

Por eso no sorprenden los lemas que día tras día visualizan los deportistas a las ordenes de Matías en el Centro de Alto Rendimiento. Él lleva allí casi cuatro décadas, y sabe que las medallas solo llegan trabajando al máximo nivel. Con constancia, disciplina, sacrificio, pasión y entrenamiento diario.

El último paso, quizá el definitivo para consolidar el profesionalismo y para que la halterofilia dejara de ser la gran desconocida en nuestro país, llegó a finales de 2016, tras la elección de Constantino Iglesias como presidente de la Federación Española. Un cargo que hizo honor a su extensa carrera en el levantamiento de pesas, con más de medio siglo de experiencia en todos y cada uno de los campos de la disciplina —excepto seleccionador—. Tanto es así que logró lo que nunca antes se había conseguido, agrupar todos los votos posibles en su persona; sesenta y cuatro aceptaciones de altos cargos sin ninguna abstención ni voto en contra. Algo insólito que demostró su carácter conciliador y su servidumbre por este deporte. Algo extraordinario que también le ha llevado, estos días, a ser elegido presidente de la Confederación Iberoamérica de Levantamiento de Pesas.

Costa, el peso pesado del Club Atlético Botánico, el mismo que se había iniciado levantando con el estilo en Split en aquellos pobres y gimnasios de los años sesenta, el mismo que había competido en fríos y vacíos pabellones de los años setenta, el mismo que se consolidó como entrenador en los años ochenta, el mismo que había sido juez durante los años noventa, el mismo que dirigió la federación castellano leonesa durante todo el siglo XXI, el mismo que ostentaba el récord de participaciones en la Copa del Rey —con su admirada sección de la Universidad de Salamanca—, el mismo que había llevado a decenas de halterófilos a la selección nacional, el mismo que había ejercido de comentarista para Teledeporte cuando ver levantamiento en televisión era una utopía, se convirtió en la pieza que le faltaba a la halterofilia española para lograr ser, con su trasparencia y su modernización renovadora, uno de los deportes más reconocidos, respetados e igualitarios del panorama nacional.

En su mandato, con cero casos de dopaje —despejada ya la sospecha sobre Marcos Ruiz, que fue inmediatamente apartado de la selección hasta la absolución internacional—, han llegado los mayores éxitos de la historia. Además de profesionalizar a casi treinta personas —entre atletas, técnicos y federativos—, se han logrado más títulos que nunca. Sobre todo en este irrepetible 2018 con el Europeo de Bucarest —cuatro medallas en total olímpico, con varios oros—, los Juegos del Mediterráneo —con diez medallas para el equipo nacional—, el Mundial de Turkmenistán —con las tres medallas de Lydia y el bronce de Josué Brachi en arrancada, repitiendo la de 2017— y los Juegos Olímpicos de la Juventud. Medallas que han supuesto un punto de inflexión en cuanto al desarrollo de la halterofilia española.

Con inmejorables deportistas, y un estamento organizativo impecable, se ha conseguido respeto, admiración por parte de la sociedad, repercusión mediática y reconocimiento institucional —sobre todo por parte del CSD y el COE—. Con marcas y medallas, fruto del trabajo apasionado de esta pequeña familia, la halterofilia española ha marcado definitivamente el camino a seguir; especialmente tras el desarrollo del campeonato de España celebrado en A Coruña, donde se batió el récord de participantes.

Y lo que es más importante, estos logros se han conseguido con trabajo y limpieza. Algo que debe valorarse mucho más en estos tiempos que corren. Sobre todo cuando la halterofilia internacional está siendo salpicada por cientos de dopajes, como los casi cincuenta casos confirmados en los Juegos de Pekín y Londres —incluidos los cinco últimos—.

Ahora solo queda consolidar el deporte profesional —sobre todo cuando se firme la nueva Ley del Deporte—, llegar a las escuelas deportivas, llenar los pabellones, realizar competiciones ágiles y vistosas e incorporar más mujeres a su cargos federativos. El primer paso, conservando el espíritu clásico, ya se está consiguiendo. El resto, gracias a las retransmisiones en streaming —LaLigaSports—, seguro que llegará cuando el gobierno destine a la halterofilia el dinero que se merece; las ayudas que se ha ganado con muchísimo sacrificio y trabajo.

De momento, el levantamiento de pesas se ha ganado nuestros corazones. Incluido el de Felipe VI, el rey de España, que si su agenda se lo permite, será el encargado de entregarle a Lydia Valentín la medalla de oro de Londres; presea que le fue arrebatada y que será restituida en la sede del Comité Olímpico Español a lo largo del próximo mes de febrero.

Un hecho que convertirá a Lydia Valentín en la mejor deportista española de la historia. Y lo dejo escrito, como historiador deportivo, para que las futuras generaciones conozcan su legado con datos y perspectiva. Porque elegir a la mejor entre cientos, entre miles de mujeres, es algo muy difícil para alguien que ha investigado a la mayoría de deportistas españolas.

Antes de llegar a esta conclusión, hay que poner sobre la mesa distintas y diversas variables. Aristas que en el caso del deporte pueden ser el número de títulos, la calidad de los mismos, el momento en el que se consiguieron, la amplitud de años para lograrlo, la consecuencia que conllevó para su deporte o las dificultades por las que pasó para su reconocimiento y valoración mediática.

En el caso de Lydia, los datos son abrumadores. Incluso para gente que nos dedicados día y noche a la investigación histórica. Tomen nota porque es imposible recordar todos sus registros.

Es campeona olímpica (Londres 2012), plata olímpica (Pekín 2008), bronce olímpica (Río 2016), cinco veces campeona del Mundo (arrancada, dos tiempos y total olímpico en 2017 y 2018), subcampeona del Mundo (2013), cinco veces bronce mundialista (2013, 2014 y 2018), cuatro veces campeona de Europa (2014, 2015, 2017 y 2018), triple subcampeona de Europa (2008, 2012 y 2013), tres veces bronce continental (2007, 2009 y 2011), cuatro veces campeona de los Juegos Mediterráneos (arrancada y dos tiempos en 2013 y 2018), quince veces campeona de España, premio nacional a la mejor deportista española (2016), medalla de oro al mérito deportivo (2016), mejor halterófila del Mundo (2017) y además posee los récords nacionales de menos de 75 y 81 kilogramos, con levantamientos de 268 y 249 kilogramos.

Como hemos visto, el número es arrollador. Pero vamos más allá, estudiemos la calidad de los mismos. Porque en su estantería se hallan todos los títulos posibles en la halterofilia y en el deporte. Posee todas las preseas olímpicas y todas las medallas mundialistas, continentales y nacionales. Es decir, ha ganado todo cuanto estaba a su alcance. Sin vacíos, sin peros. Sin lagunas a las que mirar cuando pase el tiempo y eche la vista atrás en busca de retos por cumplir. Nadie podrá reprocharle nada, y ahí es donde reside la verdadera calidad de sus logros. Sobre todo cuando esos triunfos se han conseguido con trabajo limpio, sin recurrir al extendido dopaje de la mayoría de sus rivales.

Otro punto que hay que tener en cuenta para valorar la magnitud de un deportista son los momentos en los que logra sus títulos. En el caso de Lydia, comprobamos que estos siempre han llegado en los momentos clave de su carrera —lo que significa que su mayor virtud es la competitividad, clave en el deporte— y que lo han hecho de forma progresiva —con mejores resultados cuanto mayor ha sido su experiencia—. Este último dato es clave para entender su filosofía de vida. Entrena de forma constante y se exige más cuanto mejor es y más títulos tiene, lo que trasmite ambición y pasión por su deporte. Algo que no pueden decir todos los deportistas, con altibajos y momentos de indecisión.

Unos altibajos que en su caso, con más de quince años de profesionalismo a su espalda, no se han producido. Quizá sea esa la clave para afirmar que Lydia Valentín es la mejor deportista de nuestra historia. Lleva cuatro ciclos olímpicos al máximo nivel, peleando por las medallas, y es algo insólito en la historia del deporte español. Ninguna mujer ha logrado lo que ella, tener tres medallas en tres Juegos Olímpicos consecutivos —Conchita Martínez lo consiguió en cuatro ediciones—. Algo que a nivel masculino tan solo han igualado Saúl Craviotto, Joan Llaneras o David Cal, equidad que se puede romper en Tokio 2020, donde Lydia parte con posibilidades reales de una nueva medalla, la cuarta, que la elevaría al inalcanzable Olimpo.

Hemos hablado de títulos, de calidad y de tiempo empleado. Vayamos ahora a la repercusión que han generado los galardones de Lydia para la mejora y el desarrollo de la halterofilia española, pues en poco más de una década la disciplina ha pasado de trescientas mujeres federadas a muchas más de mil. Un porcentaje de crecimiento, superior al 300%, que también ha sido similar en el género masculino. Algo jamás visto en un deporte minoritario y olímpico, donde la tendencia a la baja —sobre en todo en deporte de base— es la tónica predominante. Ahí también radica la importancia de los logros que ha conseguido la berciana. Ahora gran parte de la sociedad sabe que es la halterofilia, conoce cuando hay campeonatos internacionales de levantamiento, se detiene frente al televisor en el momento que vislumbra la imagen de una Niké, con muñequeras rosas, a los pies de una haltera.

Pero llegar a ese reconocimiento no fue fácil. No fue —no está siendo— un camino de rosas. Para llegar hasta el estrellato, para convertirse en profesional, o al menos vivir de ello —pues la Ley del Deporte, en reforma, no permite que las mujeres sean deportistas profesionales—, Lydia ha tenido que superar numerosos obstáculos; lo que hace más asombroso su éxito. Valentín, siendo una niña de quince años, dejó su Camponaraya natal para dedicarse por completo a un deporte que no tenía ninguna salida profesional en aquellos primeros días del siglo XXI. Se trasladó al Centro de Alto Rendimiento de Madrid, con apenas cuatro de años de experiencia en el levantamiento —desde los once— y con problemas en la espalda fruto de su rápido crecimiento.

Tenía potencial —era competitiva, tenía mentalidad ambiciosa y poseía un par de nacionales—, pero aún faltaba saber si se adaptaría a los durísimos entrenamientos de técnica. Sobre todo teniendo en cuenta que tuvo que limitar sus ejercicios, llevar corsé durante un año, y dejar atrás amigos, instituto, entrenadores y familia. Sin embargo, Luis Ángel y Estrella, sus padres, intuyeron que su hija era anatómicamente perfecta y estaba dotada de unas excepcionales cualidades mentales para este deporte. Sabían que poseía una gran vocación y, sobre todo, una enorme pasión por el levantamiento. Por eso mismo, con el mismo sacrificio que le inculcaron a Lydia, la dejaron marchar a la Residencia Blume.

Allí, en la soledad, durante dos décadas, Valentín ha seguido cuidando el buen funcionamiento de su aparato circulatorio y respiratorio, elementos que le siguen pidiendo grandes esfuerzos. Con disciplina, ha desarrollado al máximo su concentración para no cometer fallos. Aquí, en este deporte, no están permitidos los errores, aunque sean mínimos. En la halterofilia, donde el silencio y la fortaleza mental son elementos primordiales, un movimiento involuntario, un cálculo precipitado o una pequeña falta de coordinación son capaces de arruinar meses de constante e ingrato entrenamiento. Y esa es otra de las virtudes de Lydia. Nunca, en ninguna gran cita de los últimos años, ha cometido fallos. Ha entrenado su cuerpo al límite, con poco más de ciento setenta centímetros de puro músculo y con demasiadas molestias. Y ha perfeccionado su técnica, con horas de gimnasio y dolor, hasta cotas inalcanzables.

Por eso mismo Lydia ha alcanzado la mayor de las excelencias que puede obtener un atleta: ganarse el respeto de la sociedad y la prensa. Ella, perteneciente a la mejor generación de mujeres que ha tenido el deporte español, ha conseguido hacer posible lo que llevábamos setenta y cinco años sin ver en nuestro país —desde la época de Aurora Villa, Margot Moles y Carmen Soriano—. Su rostro y su imagen han sido continuamente utilizadas en las portadas de los principales rotativos del país. Un pequeño gesto que simboliza la conquista de la mujer deportista y la eclosión de la halterofilia. Algo que no pasado desapercibido para las empresas privadas, que han visto en ella un importante reclamo publicitario para mejorar su imagen. Las potentes Bridgestone y Reebok la patrocinan, la elevan a un estatus jamás imaginado en un deporte minoritario; idéntica situación que realizan la compañía Reale Seguros, la línea de nutrición deportiva Finisher, la empresa de material gimnástico Singular Wood o la universidad murciana de la UCAM.

239 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page