Me cuesta mucho pasar por la calle Alonso de Ojeda. A veces, incluso, me duele mirar a la fachada del pabellón Julián Sánchez “el Charro”, el lugar donde instaló el Ayuntamiento el homenaje a nuestros salmantinos olímpicos. Son cosas que nos pasan a los historiadores cuando tiran por tierra todo nuestro trabajo. Y lo digo porque allí, al menos, falta un deportista. Un deportista nada singular, un deportista único. ¿Ustedes se han parado a pensar que le hubiera dedicado Salamanca a Rafa Nadal, Pau Gasol, David Cal, Manel Estiarte, los hermanos Fernández Ochoa, la infanta Cristina o el propio rey Felipe si hubieran nacido en nuestra ciudad? Lo digo, más que nada, porque ellos fueron nuestros abanderados olímpicos. Y lo digo también, porque el único charro que ha tenido el privilegio de llevar nuestra bandera en un estadio olímpico no aparece en ese homenaje que el Ayuntamiento decidió instalar de por vida. Se imaginan que Vicente del Bosque no tuviera el privilegio de sentirse campeón del Mundo por no haber sido jugador de la selección española, ¿a que no? Pues esa injusticia le ocurre a Fabián Vicente del Valle, el salmantino que llevó el estandarte español en los Juegos Olímpicos de Londres 1948. Si el lector nos ha seguido con asiduidad, sabrá que Fabián fue un tipo peculiar; nada común. Medía cerca de los dos metros, en una época que la media española rondaba los 168 centímetros. Tenía una fuerza descomunal, y usaba sus casi cien kilogramos en una especialidad tan dura como el boxeo. Pero no solo era púgil; antes de conseguir ser el campeón de España de los pesos pesados, ya había batido diversos récords de lanzamiento de peso y disco. Fabián, antes de 1932, fue el pionero del atletismo salmantino. En el viejo Calvario, junto a su hermano Florencio —saltador de pértiga, de longitud, de triple y velocista— y a Ramón Unamuno —saltador de altura e hijo del afamado escritor de la generación del 98—, obtuvo las primeras plusmarcas provinciales. Allí formó equipo con los anteriores y con Terreiro, Vega y Manolo Escudero. Juntos llevaron al conjunto de la Unión Deportiva Salamanca a cotas inimaginables. Por aquellas fechas de 1932, con apenas veinte años, Fabián comenzó a cursar su carrera en la Universidad de Salamanca. Para ello, tuvo que pedir una excedencia en la Guardia Civil, cuerpo al que pertenecía gracias a su padre: Fabián Vicente Pascua, nacido en Valderrodrigo y capitán de la Comandancia situada en la plaza de Colón. El joven del Valle, al acceder a la Facultad de Químicas, comenzó a cambiar de modalidad deportiva. Se inició en el judo junto a unos compañeros japoneses, pues ese deporte aún no se conocía en España. Después siguió entrenando con la Unión, en el estadio cercano al cementerio, aunque trabajando más el gimnasio. Dejó el atletismo, carente de medios y de competiciones en pista, y comenzó a entrenar pugilato junto a su amigo Guillermo Ruiz —a la postre campeón de España del peso wélter—. Como no tenían profesor, procuraron asimilar lo que veían en las reuniones de boxeo que se celebraban en el Gran Salón Estambul y en el olvidado frontón de San Bernardo; los dos únicos sitios de Salamanca dedicados al boxeo en los años treinta. Y así, poco a poco, cogieron experiencia para dar el salto a la cuna del pugilismo español. Se marcharon a Madrid y se inscribieron en la Sociedad Ferroviaria, la ferro, una entidad que mensualmente celebraba combates amateurs en su campo deportivo del paseo de la Delicias. Allí, desde el primer día, la figura de Fabián no pasó desapercibida. Sus golpes no eran ejemplo, su técnica tampoco, pero en muy pocos meses se ganó el cariño del público y la prensa. Cuando depuró ambas facetas, con un entrenador experimentado, ya era campeón de España e internacional con el equipo olímpico. Sin apenas darse cuenta, estaba recorriendo media Europa repartiendo golpes que hacían derribar a tranvías. Aquello sucedía en 1935, en vísperas de las olimpiadas celebradas por los nazis, y Fabián, que solo había sido derrotado en una ocasión —en Francia—, se convertía en la máxima esperanza de nuestro país para conseguir una presea. Vicente del Valle, conocedor de su potencial, siguió entrenando en Madrid y Salamanca, siguió disputando giras por España y Europa. Y de paso, logró su clasificación para las Olimpiadas Populares de Barcelona —las cuales pretendían ensombrecer las oficiales de Berlín—. Sin embargo, llegó el fatídico mes de julio de 1936. Y de un plumazo, cual pesadilla odiosa, se esfumó el sueño olímpico de Fabián. Cuando eso sucedió, estaba en el mejor momento de su carrera. Con 97 kilogramos de puro músculo, era el más rápido, el más alto y el más fuerte de su época. Pero su vida siguió, vaya que siguió, y su asombrosa historia no había hecho más que comenzar.
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