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Foto del escritorJorge García García

Cuando los derbis eran sobre arena


El domingo por la mañana, cual duelo al sol, Unionistas y Salmantino jugaran el derbi de fútbol más importante que ha conocido la historia de la tercera división, y lo harán porque nunca hasta ahora dos conjuntos de nuestra capital habían llegado a final de temporada en posiciones de play-off. Un dato que, aunque sea difícil de digerir para bastantes socios de ambos clubes, debe alegrar a la mayoría de los aficionados charros.


Será un enfrentamiento apasionante, con miles de espectadores en la grada y con muchos más en las redes sociales e internet —lugar donde hoy en día se libran otros partidos—. Se convertirá en un duelo épico, a cara de perro, pero por muy mediático e histórico que parezca, dudo mucho que deje en la retina de los seguidores salmantinos el mismo poso que dejaron aquellos míticos derbis de los años noventa en los viejos campos de Mirat y el Rollo.


Aquella era otra historia. Era fútbol de corazón, de raza, de orgullo… de sacrificio. Era fútbol en estado puro; sobre barro, bajo polvo. Fútbol disputado sobre campos de arena por jugadores que no sabían lo que era el timing o el coaching; por jugadores que no llevaban tatuajes —y si llevaban, nunca se veían por el barro que impregnaba su cuerpo—. Era otro fútbol; más directo, menos especulativo.


En ese fútbol crecí yo. En ese fútbol aprendí yo. En ese fútbol —deportivamente— morí yo. Por eso, aprovechando la nostalgia que se siente al tener tan cerca un derbi como el del domingo, hoy vengo a relatar mi historia —que es la de muchos— respecto a lo que vivimos hace años, cuando eran otras entidades las que se repartían la hegemonía de la categoría junto al conjunto blanquinegro.


El Salmantino siempre estuvo ahí —incluso compartiendo categoría con la Unión—, eso no se le puede negar, pero en torno a él siempre giraron otros equipos históricos de la ciudad. Clubes como San José, Salesianos, Monterrey —que llegó a ser filial del propio Salamanca— o el más querido y admirado de todos los tiempos: el Real Club Deportivo Ribert.


Quizá suene presuntuoso decirlo, pero es imposible hablar o escribir una sola línea sobre el conjunto de Mirat sin ser subjetivo e imparcial. Para empezar, porque aquella aventura duró una década; y nunca jamás, por todo lo que rodeaba a esa familia, podrá repetirse. Yo estuve allí bastante tiempo, el suficiente como para contemplar los mejores momentos que nos ofreció el más humilde de cuantos conjuntos se hayan forjado en Salamanca. Fui a Medina siendo un niño, acompañando a Cuqui la encargada de la animación y Pedro el vagabundo, y vi la clasificación para el ascenso a segunda B. Allí fue donde me empapé de la filosofía del club, y algo más tarde, cuando tuve la altura suficiente para defender la portería de la entidad, formé parte de los tres principales conjuntos —cadete regional, liga nacional juvenil y tercera división—. Desde entonces, nada de cuanto haya visto en el futbol salmantino ha sido comparable a aquello. Sobre todo si nos referimos a los derbis en casa frente al conjunto del Helmántico.


Y es que el Ribert, con su oscuro campo de fina arena —situado bajo una fábrica de químicos y abonos—, era diferente a todo. Han pasado treinta años, pero todavía recuerdo las muchas veces que accedí a aquel entorno futbolístico cruzando las vías de tren, bajando las empinadas escaleras que se habían improvisado junto a un terraplén, bordeando un fosa de ácido —donde los balones se perdían para siempre— o atravesando el barrio marginal de la Fontana por caminos llenos de charcos, baches y socavones. Como verá el lector, accesos que hacían presagiar a los rivales —y a sus aficionados— que en Mirat no se encontrarían cómodos. Ni mucho menos.


No lo harían porque aquel campo era diferente a todo, para empezar porque era de arena. Pero una arena que, en días de sol, parecía una alfombra gracias a los cuidados de Barajas, el encargado de que aquellas precarias instalaciones se convirtieran en nuestro hogar. Y digo hogar, porque solo así se puede comprender que todos nosotros —la familia ribereña— aún guardemos tan gratos recuerdos de un lugar que hoy sería considerado peligroso para la salud. Es probable que muchos aficionados al fútbol todavía recuerden el característico olor a químicos que se percibía en aquel campo durante los años noventa. Otros irán más allá, me refiero a los árbitros y jugadores visitantes que accedían al interior de una cueva para llegar a los minúsculos e insalubres vestuarios. Seguro que ellos también se acordaran, a día de hoy, de aquel lugar repleto de bacterias, hongos y cables de luz colgando por encima de las frías duchas.


Aun así, y a pesar de las muchas incomodidades de aquella instalación, el campo de Mirat se llenaba en cada derbi de los años noventa. Eran días mágicos para la entidad morada, pues no era fácil abarrotar la grada descubierta cuando todavía estaban en vida el Sol Fuerza, la Unión Deportiva Salamanca o el Club Baloncesto Salamanca. A la mayoría de los aficionados charros eso no les importaba, como tampoco les incomodaban las condiciones que se daban en el campo de la fábrica. Lo único que querían ver era como peleábamos cada balón dividido; porque en arena, con botes impredecibles, el Etrusco o el Questra era imposible de controlar. Además, a la gente lo que le encantaba ver era como terminábamos el partido llenos de heridas, casi siempre infectadas, y como salíamos del terreno de juego exhaustos, de rodillas, porque los derbis, en la era que no existía internet, duraban meses y meses en la retina de todos nosotros. Y si no, pregunten por el mítico partido de desempate en categoría infantil. Todavía hoy es leyenda.


Como leyenda fue otro hecho histórico del club —del que hablaremos en el próximo artículo—. Me refiero a la creación del primer equipo femenino de fútbol en Salamanca, una sección que fundó el conjunto de Mirat para disputar la máxima categoría de nuestro país durante el último lustro de siglo. Un motivo más para que la mayoría de los aficionados charros recuerden por siempre al Ribert, una entidad que se mitificó tras sus múltiples victorias en categorías inferiores. Victorias, no todas ellas deportivas, que dieron alas para que el primer equipo disputara ocho temporadas consecutivas en tercera división, permitiendo su clasificación para las eliminatorias de ascenso a segunda B y la consiguiente participación en la Copa del Rey de 1993.

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